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Pan Dulce

La dona: invitación al ingenio

He aquí un merecido homenaje a este manjar dulce, de larga historia
8 Dic 2015 – 07:48 PM EST
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La dona, manjar merecedor de un recuento histórico. Crédito: Emily Eveleth

Por: Alonso Ruvalcaba

La dona es cambiante, como el mundo. Como él, nunca se detiene. Hace más de doscientos años aparecieron los primeros registros de la palabra ‘doughnut’ (“balls of sweetened dough, fried in hog’s fat, and called doughnuts or olyokoeks”, “bolas de masa endulzada, fritas en manteca de cerdo, llamadas donas u olyokoeks”, escribió, por ejemplo, Washington Irving en su Knickerbocker de 1806) y no ha hecho una pausa desde entonces.

A principios del siglo XIX no tenía hoyo. Imagínense. La dona primordial era un pastelillo más o menos redondo que se freía y se endulzaba: nada más. Pero el hombre es industrioso y quiere perfeccionar lo imperfectible. Las primeras donas se inflaban con levadura (todavía muchos maestros creadores de donas lo hacen así), lo que permite un panecillo airoso, levítico, casi volador. Una de las grandes transformaciones de la juventud de la dona, por ahí del decenio de 1830, fue sustituir levadura con polvo para hornear; esto otorga una dona con los pies en la tierra, una dona adulta, de mayor peso específico. La dona hecha con levadura flota en el aceite y debe volteársele durante la cocción, de ahí ese anillo horizontal no dorado que las rodea completamente. La dona hecha con polvo para hornear tiende a los colores más oscuros, a la textura más crujiente. Un cambio brutal fue la llegada del hoyo a la dona, un cambio como el primer viaje a la estratósfera en la carrera espacial: para siempre. Puede ser leyenda urbana, pero se dice que un tal Hanson Gregory, hastiado de que las donas no se cocieran a punto en su centro, se los extrajo con un anillo de pastelería. Et voilà.

Variaciones sobre un mismo tema
El hombre es industrioso, cierto, pero también la dona pide cambiar, crecer, subir. Ser más, más, más. Así llegaron las variaciones. La berliner, de levadura, sin hoyo, rellena de mermelada o jalea de frutas, cubierta con azúcar glas. (Bismark es otro nombre de la berliner.) La Long John, rectangular, alargada, rellena y casi siempre glaseada; la cruller, de polvo para hornear, enrollada, a veces con forma de anillo, a veces con forma de trenza; la old-fashioned, una dona de polvo para hornear prácticamente libre de atavíos; las donas de crema de Boston, los fritters, la Brown Bobby, cuya forma es triangular. O los hoyos de dona, una gran idea de la mercadotecnia; esta variación propone una pregunta: “¿A dónde van a parar todos esos hoyos?”  y la responde no con la aburrida verdad –“Se reincorporan a la masa”–, sino con vendedora invención: “¡Aquí están! Llévelos por 50 centavos.”

La dona es una invitación al ingenio. Basta con prestar atención a la reciente sofisticación de la dona para comprobarlo. Está la dona rellena de foie gras del circunvalatorio restaurante Do or Dine de Brooklyn, que cerró súbitamente hace un par de meses. (Ojalá regrese pronto; su dona inolvidable lo hará, sin duda, en algún lado.) Está la dona tres leches de la Donut Plant en Nueva York, una dona de polvo para hornear que deben intentar en casa; la maldita locura de la dona de tocino y maple, que comenzó acaso en The Swirls Bakery (que la llamaba La Elvis), en Omaha, y se extendió por Estados Unidos como un chisme; la cronut, que el chef Dominique Ansel inventó en 2013 y es una pieza híbrido de croissant y dona; la alucinada hamburguesa de dona, que combina dos epidemias nacionales; la increíble ‘chocolate crunch doughnut’, de levadura, cubierta y rellena de chocolate, propuesta por Thomas Keller en sus restaurantes Bouchon, un chef tan donificado que en sus restaurantes de altísima gama The French Laundry (California) y Per Se (Nueva York) sirve siempre, hacia el final de la comida, un plato de ‘Coffee & donuts’, que se ve así en una fotografía de Adam Goldberg:


La dona es esas cosas, pero es algo más. Su forma es circular: nos remite a nuestro eterno retorno. Nos dice: esto que ves lo volverás a ver, de algún modo, en algún lado. Nos remite a nosotros mismos, pequeños y volátiles en el gran círculo del mundo. La pintora Emily Eveleth lo sabe. Sus óleos de donas en grandísimo formato nos recuerdan nuestra nimiedad. Estamos aquí, luego desaparecemos. Ésta es una:


La forma circular de la dona es una forma erótica, primigenia, atávica. Nos repite insistentemente que provenimos de un orificio primordial, perfecto. Ésta es otra pieza de Emily Eveleth:

La dona está cambiando siempre, girando siempre. Como el mundo. 

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