Sanders, el empecinado

Hillary Clinton y Bernie Sanders se enfrentaron por última vez (al menos en las urnas). Tal y como se esperaba, la ex secretaria de Estado ganó las primarias en el Distrito de Columbia. Pero ya no importa. Ella había superado la cifra de 2,383 delegados que le garantizan la virtual nominación presidencial por el Partido Demócrata. De nada vale cuestionar reglas centenarias; de nada vale objetar que decenas de “superdelegados” le garantizaran apoyo desde mediados de campaña; de nada vale que el viejo senador independiente clame contra los SuperPAC e insista en la necesidad de "revitalizar la democracia estadounidense a nivel local, estatal y federal". La suerte está echada. Todo indica que —por primera vez en la Historia— habrá una mujer como candidata de un partido tradicional (los únicos que en la práctica aportan presidentes a la Unión Americana).
Sin embargo, un destello de incertidumbre atraviesa el espectro político de un extremo a otro: ¿Qué ocurrirá con los votantes de Sanders? En no pocas ocasiones, la “gran prensa” se ha referido a ellos como “jóvenes universitarios atraídos por ideas de la izquierda”. Puede que así sea, pero nadie pierda de vista que el senador por Vermont despertó un genuino entusiasmo popular y acaparó más de 12 millones de votos a lo largo de la contienda. Al punto de que la brecha entre ambos contrincantes nunca fue amplia.
Tras el anuncio de la cuasi-nominación de Clinton, una ola de comentarios inundó las redes sociales: ¿Cuándo piensa retirarse Sanders? En mi muro de Facebook alguien lo calificó de “viejo loco”. Pero, en lugar de plegarse, el “apóstol de la revolución política” continuó llenando estadios y arengando a sus seguidores. Ni la dura derrota sufrida en California lo hizo renunciar a sus planes de llegar hasta la convención en julio. Para el político de 74 años no hay alternativas: ya no será candidato. Su estrategia se reduce a influir lo más posible en la plataforma de un partido al que, por demás, no pertenece.
¿Se equivoca Bernie Sanders? ¿Entorpece su “testarudez” el camino de la ex primera dama hacia la Casa Blanca, para allanar en cambio el del candidato republicano? La respuesta tiene varias aristas y, a estas alturas, nadie dudaría que el aspirante socialdemócrata canaliza las aspiraciones de un sector poblacional lo suficientemente amplio como para influir de manera decisiva en el resultado electoral. Un hábil empresario como Donald Trump no perdería oportunidad de aprovecharlo.
En cuanto comenzó a despejarse el panorama en la bandería demócrata, el magnate disparó su flecha: “A todos los votantes de Bernie Sanders que han sido abandonados por un sistema amañado, los recibimos con los brazos abiertos”. Para no pocos expertos, los “inconformes” se voltearían hacia el multimillonario en cuanto finiquitaran las opciones de su favorito. Sería una suerte de “Todos contra Hillary”, no menos radical que el Bernie or Bust lanzado por Revolt Against Plutocracy (un movimiento que pretende reclutar al menos un millón de firmas para respaldar el “compromiso” de un write-in; es decir, votar a favor de Bernie Sanders escribiendo su nombre en una boleta que ni siquiera lo incluye como candidato).
Para demócratas anti-Clinton —así como para independientes— atrincherarse en la consigna de no apoyar a un elegido del establishment podría representar un arma de doble filo. Más allá de la retórica, entre Trump y Sanders hay un abismo ideológico que ningún sentimiento de frustración sería capaz de remontar ni en los mejores sueños. El viejo socialista lo sabe y en su descarnado estilo lanzó el guante: “emplearé todas mis energías para impedir que Donald Trump sea presidente”. ¿Pasa esa decisión por el apoyo a su encarnizada rival? El senador por Vermont nunca negó que lo haría. Él ha dicho que es muy pronto para ofrecer su respaldo y que quiere asegurarse de los rumbos que tomará la nave Clinton antes de subirse a bordo. En dos palabras: Bernie Sanders tratará de presionar por un giro hacia la izquierda o se postulará a la presidencia de manera independiente. Me inclino por lo primero. No es casual que ambos aspirantes se reunieran en privado tras finalizar las primarias en Washington DC.
Lo que difícilmente haga es deponer demandas que le ganaron el favor de multitudes. El precio es demasiado alto. Como político, para Sanders es cuestión de vida o muerte. Eludir la discusión de temas espinosos en la convención de Filadelfia sería poco menos que traicionar a millones de donantes anónimos, a quienes hizo vibrar con la expectativa de un cambio. Para los demócratas, el dilema no es menos inquietante: absorber esa enorme masa de electores mediante la adopción —al menos en parte— de aquellos reclamos, o correr el riesgo de que vuelquen su insatisfacción en los comicios de noviembre (y apuntalen a un candidato que jamás podría representarlos). Asumir de antemano que se quedarán en casa sería pecar de irresponsable.
Las cartas están sobre la mesa. A los estrategas del partido corresponde equilibrar la balanza. En cualquier caso, desconocer sus bases y apostar por la precaria estabilidad de la política estadounidense no parece una iniciativa saludable. Al menos no para millones de norteamericanos, agobiados por la desigualdad y la falta de oportunidades en la “primera democracia del mundo”.
La disyuntiva es clara: Trump o todos.
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