Vivir en una iglesia, el último recurso de algunos indocumentados para evitar la deportación
"En el caso improbable de que ICE se presente en la puerta y pida entrar, esto es lo que debes hacer:
1. Si es posible, comienza a grabar el audio.
2. Pregunta si tienen una orden judicial. Si no la tienen, di: “No podemos dejarte entrar sin una orden”. Si la tienen, pídele que la deslicen entre las puertas. Si se trata de una orden de arresto, verifícala para ver si…”
Puede parecer el plan de emergencia pegado en el hogar de un inmigrante indocumentado que se prepara ante la posibilidad de que agentes del Servicio de Inmigración y Aduana (ICE) toquen su puerta. Pero no.
Son las instrucciones colgadas en la entrada de First Unitarian Society en Denver, Colorado, con los pasos a seguir si oficiales de ICE llegan en busca de Jeanette Vizguerra, la inmigrante mexicana que la congregación resguarda en su sótano desde mediados de febrero.
Esta madre de 45 años fue paradójicamente quien en 2013 impulsó en ese estado del Medio Oeste el movimiento de las ‘iglesias santuario’, que para ese entonces cobraba fuerza en Estados Unidos en medio del fuerte aumento de las deportaciones en el gobierno de Barack Obama.
Ese año acababa de salir de un centro de detención de indocumentados en Texas con la condición de que, al cabo de unos ocho meses, debía cumplir con una orden de deportación. Por eso, su instinto le dijo que en algún momento necesitaría ‘entrar en santuario’.
Tan pronto salió libre regresó a Denver, a donde había llegado en 1997 junto a su esposo e hija mayor huyendo de la violencia en la Ciudad de México, y se acercó a diferentes congregaciones y líderes progresistas locales para fundar el movimiento a nivel local.
Nueve iglesias dijeron que sí después de consultar a sus feligreces y evaluar las implicancias legales de refugiar a un indocumentado dentro de sus paredes. Algunas habilitaron un lugar para recibirlos, otras respaldaron la causa económicamente o con ayuda logística.
First Unitarian Society, donde se encuentra ahora, fue precisamente la primera congregación de Colorado que se preparó para acoger a un inmigrante indocumentado. El primero fue Arturo Hernández, un mexicano que se refugió allí por nueve meses entre 2014 y 2015. La segunda es Vizguerra, que entró a la iglesia días antes de que ICE rechazó renovarle el permiso –conocido como stay– que suspendía temporalmente su orden de deportación.
“Santuario significa que uno está buscando refugio, una alternativa para seguir resistiendo el caso” en las cortes de inmigración, explica.
“Estar en una iglesia es un recurso pacífico de seguir resistiendo, de seguir luchando… muchas veces me toca aclararle eso a la gente. No quiero que me vean como la pobrecita señora a la que hay que ayudar por lástima. No soy una pobrecita señora porque estoy luchando por mantener a mi familia unida”, enfatiza con la voz pausada que ha desarrollado tras casi dos décadas como activista de los derechos de los inmigrantes.
No quiere que sientan lástima por ella. Pero tampoco que la tilden de criminal por el hecho de estar en el país sin papeles.
"Veo los comentarios en las redes sociales que dicen ‘es una criminal’. ¿Por qué? ¿Porque quise llevar comida a la mesa de mi casa para mis hijos?” , se pregunta.
Vizguerra reconoce que el mismo instinto que la llevó a impulsar el movimiento de las ‘iglesias santuario’ hace cuatro años le dice que su actual lucha será “larga y difícil” con las nuevas reglas migratorias y la dura retórica del presidente Donald Trump. “Están utilizando términos muy generales como prioridades (de deportación) (…) porque ahora un inmigrante que solo ha tenido una infracción de tráfico está entrando en ese concepto de criminal”.
Por eso está dispuesta, si es necesario, a enclaustrarse en la iglesia hasta que llegue un nuevo gobierno. “No tengo nada que perder, perdería si hicieran lo que a veces tengo temor que hagan (…) que manden a algún equipo especial y me saquen a la fuerza”.
Así se vive ‘en santuario’
Son las 8:00 de la mañana y Vizguerra sale de su cuarto con el cepillo y pasta dental en sus manos. Saluda a Chris Wheeler, el voluntario que esa noche la acompañó durmiendo en el salon contiguo a su dormitorio. El profesor retirado forma parte del grupo que se rota para pasar la noche junto a ella en la iglesia.
Lo hace porque cree que “bajo Trump las políticas cambiarán”, según dice específicamente sobre una directriz que en 2011 declaró como ‘lugares sensibles’ a las iglesias, hospitales y escuelas, por lo que en ellos ICE no debería detener a inmigrantes indocumentados.
Wheeler considera que, como Vizguerra es una cara visible del activismo proinmigrante, las autoridades pueden adoptar posturas diametralmente opuestas: o la dejan permanecer dentro del lugar o deciden buscarla para enviar el mensaje de que su medida de resistencia no sirve de nada.
“No sabemos, y por eso estamos aquí toda la noche”, dice el hombre que durmió en una colchoneta mientras prepara café y tuesta unos bagels en la cocina del sótano de la congregación.
Poco después suena –la primera de muchas veces durante el día– el teléfono de Vizguerra. Es su hija mayor, Tania, para avisarle que está en la puerta trasera del edificio con Santiago, su hijo de dos años. Por estos días, Jeanette cuida a su nieto mientras su hija trabaja en una escuela cercana en el downtown.
También recibe a los medios y sigue planificando manifestaciones y talleres para los inmigrantes. “He perdido la noción del tiempo y de los días. He estado tan ocupada, y trato de mantenerme ocupada, que no he pensado en eso”, responde la mujer que trabajaba limpiando oficinas cuando se le pregunta cómo es la vida en este encierro voluntario.
Han pasado tres semanas, pero pareciera que son más. Vizguerra ya pasó su primer cumpleaños en la iglesia y celebró allí los 13 de su hija Luna.
Un complicado caso migratorio
Mientras tiende la cama, Vizguerra cuenta con la pericia característica de un abogado los entresijos de su caso migratorio. Sus problemas comenzaron cuando mientras manejaba fue detenida en 2009 por un policía local bajo “la sospecha razonable de que era una inmigrante indocumentada”, explica.
Ese día llevaba un permiso vehicular vencido y una aplicación de trabajo con un número de Seguro Social falso. Pudo salir con el pago de una fianza, pero en 2011 le notificaron que debía salir de suelo estadounidense.
Su caso se complicó en 2013 cuando su madre enfermó y murió de cáncer en México. Ella decidió ir a despedirse. El poner sus pies fuera de Estados Unidos significó que ejecutó su deportación, por lo que al entrar nuevamente incurrió en un cargo considerado criminal. Por eso a su regreso a Estados Unidos, fue arrestada en la frontera y por eso estuvo detenida en Texas. Allí, un oficial de ICE la dejó en libertad para que pudiera poner los documentos de sus cuatro hijos en orden y con la condición de que en unos ocho a doce meses debía abandonar el país de manera definitiva.
Según las leyes de inmigración, el regreso no autorizado conlleva la pérdida de los derechos de permanencia en Estados Unidos.
Luego su abogado comenzó a presentar el recurso de stay para suspender temporalmente esa orden de salida. Ganó varios, pero el más reciente fue denegado el 15 de febrero. En ese período, su defensa también inició el proceso para que le otorguen una visa U por haber sido víctima de un crimen violento en 2001 del que prefiere no hablar.
“Aprobaron la prima facie, un pequeño paso que dice que mi visa U es creíble, que puedo continuar el proceso. Ahorita esa es la parte donde mi abogado está trabajando duro”, detalla y sigue recogiendo su dormitorio.
Actualmente, la discrecionalidad de las autoridades de ICE es el único recurso que podría mantenerla en el país.
El lugar donde ahora duerme no era del todo desconocido para ella, pues ayudó a habilitarlo hace unos años para que fuese habitado por primera vez. La pared más amplia fue pintada con franjas verticales blancas y amarillas. Cuenta que escogieron el blanco porque simboliza “pureza” y el amarillo porque significa “esperanza”.
Aunque está ubicado en el sótano tiene una ventana parcialmente descubierta por la cual entra la luz del sol y se ve lo que pasa en el callejón que queda detrás del edificio. El cuarto es calentado por dos ventiladores prestados porque Vizguerra huye del frío que le recuerda a las ‘hieleras’, como le llaman algunos a los centros de detención de ICE. También es resguardado por un pequeño altar con imágenes de la virgen de Guadalupe.
Afuera, su esposo (aunque están separados) y cuatro hijos –Tania, Luna, Zury y Roberto– tratan de seguir con su rutina. Van al trabajo y a la escuela, pero el temor a que se la lleven siempre está latente… y en los sueños de su hijo Roberto, de 10 años. “Me ha dicho que ha tenido pesadillas, que han tocado y abierto la puerta y está la gente de ICE alrededor de la casa”, dice la mujer que en una ocasión fue esposada y detenida frente a sus hijos cuando se presentó a un check-in rutinario en las oficinas de ICE.
Otra inmigrante ‘en santuario’
A unos 20 minutos de donde está refugiada Vizguerra, Ingrid Encalada hace lo mismo en la congregación cuáquera Mountain View Friends Meeting desde el 28 de noviembre pasado.
Decidió seguir los consejos de Vizguerra tras arla por Facebook, así como los pasos de Arturo Hernández –el hombre que se guareció en 2014– mientras intenta que la corte vea nuevamente su caso.
El suyo es más complicado, pues lleva un cargo criminal a cuestas por haber usurpado un número de Seguro Social mientras trabajaba cuidando ancianos. Encalada, de 33 años, fue arrestada en 2010 y asegura que transó el caso luego de haber sido mal asesorada por su abogado anterior. “No me dijo las consecuencias que iba a tener con inmigración. Fueron seis años pagando tanto dinero al abogado por los dos casos y al IRS (Servicio de Impuestos Internos) le pagué 12,000 dólares (en impuestos retroactivos)”, explica.
“No le robé a esa persona sus cuentas del banco ni tarjetas. (El número de Seguro Social) lo utilicé únicamente para trabajar. Yo no maté a nadie, no vendí drogas, no soy una delincuente” , afirma.
La madre de dos niños, Bryant de 8 y Aníbal de 2, relata que no fue fácil despedirse de ellos y de su pareja la tarde en que ‘entró en santuario’. Esa misma noche ya quería regresar a su casa. Pero el temor a ser arrestada y a no poder ver a sus hijos la hizo quedarse. “Mi miedo más grande es que ingrese ICE y me deporte a mi país, y no poderle dar a mis hijos un buen hogar y educación. No tengo qué ofrecerles allá”.
Ingrid llegó a Colorado en el 2000 persiguiendo a la tía que la crió en la sierra de su natal Perú. Y afirma que quiere quedarse en el lugar donde ha vivido casi la mitad de su vida. Por eso pidió a ICE que le conceda el recurso de stay para poder reabrir sus casos, el criminal y el migratorio, sin ser detenida y deportada. Lo presentó en noviembre, pero aún no obtiene respuesta. Mientras tanto, espera impaciente junto a su hijo menor y a los feligreces que la visitan en la pequeña congregación ubicada en una tranquila zona residencial de Denver.
Una tarde de la semana pasada se escucha la música de los dibujos animados que Aníbal ve en la televisión del cuarto. Y unas horas después una reunión vía telefónica en la que planificaban una manifestación para pedir a las autoridades que evalúen su caso y el de Vizguerra.
“Quiero dar la cara, reabrir mi caso criminal, quiero seguir peleando”, enfatiza.
La situación se ha tornado algo más preocupante tras el arribo de Trump al poder y ambas dijeron desconfiar de su supuesta apertura a apoyar una reforma migratoria si los demócratas y republicanos se ponen de acuerdo en el Congreso. Esto en medio de los más de 600 arrestos de indocumentados realizados en las últimas semanas, incluyendo el de un inmigrante indocumentado que supuestamente cruzó la calle por donde no debía.
El hombre que sobrevivió al encierro voluntario
Las dos mujeres prefieren aferrarse con esperanza a la experiencia de Arturo Hernández, quien 'vivió en santuario' por nueve meses entre 2014 y 2015.
Después de haber pasado encerrado su cumpleaños, Navidad y la muerte de su madre en México, Hernández cuenta que “se logró (…) Migración no me dio un estatus legal, pero me envió una carta diciendo que yo no era prioridad para ser deportado. Ahorita lo único que tengo que me ampara es esa carta”.
Por ahora no ha tenido inconvenientes. Pero el trabajador de la construcción de 44 años, que lleva 18 años en Estados Unidos, teme que su caso cambie con Trump en la Casa Blanca. Pero, pase lo que pase, considera que hizo bien al ‘entrar en santuario’.
“Aunque no hubiese podido arreglar mi situación habría valido la pena porque se hubiera luchado hasta lo último. Pudimos hacerle ver a muchas personas que pueden defenderse y luchar sus casos, que si no tienen ningún récord criminal se pueden quedar con sus familias”.
Puedes ar a la autora de esta crónica en [email protected].