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    La noche en que George H. Bush ordenó invadir Panamá

    Fue la intervención armada estadounidense más grande en América Latina, y además de ponerle fin a la dictadura del general Manuel Noriega, también fue un hecho que me cambió la vida.
    (Read this story in English)
    22 Dic 2019 – 07:49 AM EST
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    Los soldados estadounidenses ocuparon las calles fuera de la embajada del Vaticano en Ciudad de Panamá, donde el general Manuel Noriega buscó asilo durante la llamada Operación Causa Justa. Foto del 25 de diciembre de 1989. Crédito: MANOOCHER DEGHATI/AFP via Getty Images

    Fue poco antes de la medianoche que regresé a mi hotel en el principal distrito financiero de Ciudad de Panamá. Había varios mensajes para mí en la recepción. Uno de ellos decía que el presidente George H. Bush se estaba reuniendo en Washington con sus principales asesores militares y que Estados Unidos estaba a punto de invadir.

    Esa noche, durante la cena, yo había especulado que Estados Unidos nunca invadiría Panamá para derrocar al dictador general Manuel Noriega. Como me había dicho una fuente de confianza del ejército estadounidense, "Bush ladra más de lo que muerde".

    No me imaginaba que pronto me tendría que comer mis palabras.

    De repente, explosiones distantes comenzaron a sacudir las grandes ventanas de vidrio del vestíbulo del hotel.

    Mis recuerdos sobre el resto de esa noche son un poco borrosos. Pasé la mayor parte del tiempo en una pequeña habitación detrás de la recepción con Mildred Pottinger, la operadora del hotel, quien mantuvo varias líneas abiertas para que yo pudiera enviar informes radiofónicos en vivo de forma regular para la BBC en Londres y la Radio Pública Nacional (NPR) en Washington. Como no teníamos teléfonos celulares, correo electrónico o Internet en aquella época, mis editores me mantenían informado mediante faxes sobre las últimas noticias de Reuters y The Associated Press. Había informes de grandes daños y algunas víctimas en el barrio aledaño, que también fue atacado con artillería terrestre.

    Periódicamente subía a la azotea del hotel de 13 pisos para observar el ataque aéreo y pude observar cómo los aviones de combate Spectre AC-130 atacaban el cuartel general de Noriega, 'La Comandancia', con fuego de cañones y obuses de 105 mm, iluminando el cielo nocturno con sus brillantes trazadoras rojas. En poco tiempo, la Comandancia quedó envuelta en llamas, que también se extendieron al barrio de El Chorillo, con consecuencias desastrosas para los residentes de muy bajos recursos.

    Tuve la buena suerte de que el personal nocturno del hotel incluyera una serie de jóvenes panameños de ese barrio donde se encontraba La Comandancia. Ellos me daban informes de testigos oculares, a veces garabateados en trozos de papel escritos por sus amigos y familiares en los que describían cómo tanques estadounidenses avanzaban por las calles y los soldados con altavoces les advertían a los residentes que no salieran de sus casas.

    Los momentos previos

    Mi encargo de cubrir la invasión había comenzado una semana antes cuando recibí una llamada de la revista Newsweek preguntándome si yo podía ir a Panamá durante Navidad y Año Nuevo en caso de que sucediera algo, con todos los gastos pagados.

    En ese momento me encontraba en Nicaragua y cubría la región centroamericana como profesional independiente para los medios de comunicación británicos y estadounidenses. Con mucho gusto acepté el encargo, pues ese año, mientras cubría una malograda elección presidencial en Panamá, conocí a una profesora de una escuela militar, un encuentro que me cambiaría la vida.

    Conocer a Inés Lozano me dio ciertas ventajas. Noriega había impuesto estrictos controles de inmigración y los de la prensa no podían ingresar a Panamá sin obtener primero una visa especial de periodista. Como hija del embajador español, Inés Lozano tenía un pasaporte diplomático además de su cargo en una escuela del Departamento de Defensa de Estados Unidos en Panamá como maestra de educación especial.

    Así que cuando regresé a Panamá unos meses después, apenas cuatro días antes de que comenzara la invasión, la profesora me recibió en el aeropuerto. Hice todo lo posible para parecer un turista, vestido con una camisa tropical y con todo el equipo de reportero escondido —una grabadora, un micrófono y una antiquísima computadora portátil Tandy 200— metido debajo de la ropa sucia en mi maleta. Inés Lozano tenía una reservación de hotel para un fin de semana de pesca en la Isla Contadora en la bahía de Panamá. Con su pasaporte diplomático logró que los temidos oficiales de inteligencia del G-2 de Noriega en el control de inmigración me dejaran pasar apenas sin hacerme preguntas.

    Era el 15 de diciembre y yo había llegado justo a tiempo para ser testigo de cómo Noriega se autodeclaraba jefe de Estado, blandiendo su célebre machete de plata en el podio.

    Después de enviar mi reporte, Inés Lozano y yo nos dirigimos al día siguiente a la Isla Contadora, un viaje de solo 15 minutos en un pequeño avión al otro lado de la bahía. Todavía tengo la foto de un pez — un 'bonito' (familia del atún) — que pesqué ese día con un largo sedal desde la parte trasera de un bote.

    A la mañana siguiente, en el desayuno, el camarero nos trajo un teléfono a la mesa. Era un editor de NPR que quería decirme que la noche anterior un infante de marina estadounidense fuera de servicio, el teniente Robert Paz, había muerto de un tiro en un puesto de control cerca de la Comandancia de Noriega, lo cual aumentaba las tensiones bilaterales, aunque se creía remota la posibilidad de una respuesta militar estadounidense.


    Apenas tuve tiempo para ir a la cocina del hotel y meter mi pescado en hielo antes de volar de regreso a Ciudad de Panamá en el primer vuelo disponible.

    Dos noches después, comenzó la invasión.

    La invasión

    Durante las primeras 48 horas de la invasión no pude dormir. La primera mañana caminé por las caóticas calles rumbo a la Asamblea Nacional, a aproximadamente una milla de mi hotel, para observar la toma de posesión del nuevo gobierno del presidente Guillermo Endara, bajo la protección de soldados estadounidenses y transportes personales blindados en las afueras. Gracias a los excelentes teléfonos públicos de Panamá, pude hacer entrevistas radiofónicas en vivo desde la calle. Todo lo que tenía que hacer era presionar '0' y una amigable voz panameña me respondía y yo pedía que me pusieran en o con la BBC en Londres, NPR en Washington o la CBC en Toronto.

    Me sorprendió ver a los soldados estadounidenses de pie y tranquilos mientras los saqueadores se llevaban televisores y muebles, una imagen que —combinada con los incendios en las calles de El Chorillo— pronto causaría protestas internacionales por la forma en que el Pentágono había ignorado la responsabilidad de Estados Unidos de mantener la ley y el orden en su intento de capturar a Noriega.

    En ese momento, Estados Unidos tenía 12,000 soldados estacionados en Panamá en una serie de bases militares a lo largo de la zona del Canal, fuertemente custodiada bajo el mando del general Maxwell 'Mad Max' Thurman, quien en gran medida no gozaba del agrado de sus tropas, que lo consideraban inepto para el trabajo, pues carecía de experiencia en combate y desconocía la realidad de Panamá.

    Afortunadamente para Thurman, el jefe del contingente del ejército estadounidense en Panamá, el general Marc Cisneros, era totalmente diferente. Cisneros, un texano con excelentes conocimientos del idioma español, era un veterano de la Guerra de Vietnam.


    Cisneros le había advertido al Pentágono —y a Thurman— precisamente sobre estas consecuencias y había recomendado el despliegue de la Policía Militar para patrullar las calles, pero su recomendación fue ignorada. Cisneros, y otros oficiales que conocían bien Panamá, estaban a favor de un ataque más limitado, pues sentían que las fuerzas de defensa mal equipadas de Noriega se rendirían sin oponer mucha resistencia. El Pentágono, encabezado por el general Colin Powell, se había decantado por la doctrina del uso de una fuerza abrumadora para limitar las bajas estadounidenses.

    Mientras tanto, Inés Lozano estaba atrapada en la embajada española con su padre y su hermano. Se suponía que todos debían volar de regreso a España para navidad el 21 de diciembre, pero todos los vuelos quedaron cancelados durante semanas después de que el aeropuerto internacional sufriera graves daños durante un asalto de las unidades de paracaidistas de los Rangers estadounidenses, con el apoyo de más aviones de combate AC-130.

    No pude verla durante varios días porque la embajada española estaba rodeada de tanques y alambre de púas. La razón de esto era que las fuerzas invasoras sospechaban que Noriega podría buscar refugio en la embajada española o en la embajada cubana ubicada justo al lado.

    Terror en el Marriott

    La embajada española acogió a algunas personas, en su mayoría periodistas, incluyendo un equipo del diario El País, a la reportera Maruja Torres y al fotógrafo Juantxu Rodríguez. Habían huido del Hotel Marriott después de que fuera tomado por los "Batallones de la Dignidad", un grupo paramilitar.

    Varios reporteros quedaron como rehenes en el sótano, entre ellos Lindsey Gruson, del matutino The New York Times, quien posteriormente describió cómo había pasado una noche angustiosa con un arma en la boca. El padre de Inés Lozano me había advertido que no me quedara en el Marriott porque sabía que Noriega había intervenido los teléfonos, pues también tenía espías allí.

    Me quedé en el Hotel Ejecutivo, menos elegante, que también estaba más cerca de los acontecimientos en el centro. Durante los primeros días, había sólo un puñado de personas en el hotel. Luego empezaron a llegar periodistas de todo el mundo.

    La situación alrededor de la embajada española era complicada, para no decir peligrosa. Desde dentro, Inés Lozano me dijo vía telefónica que estaban durmiendo en el piso del pasillo porque había francotiradores en los edificios circundantes y que podían escuchar disparos en el exterior. Las tropas estadounidenses le dispararon a un vehículo justo afuera de la embajada y mataron a varias personas.

    Como no había personal, Lozano ayudaba a su padre sirviéndoles el desayuno a quienes se hospedaban en la embajada. Esa mañana ella había desayunado con Juantxu. Él salió de la embajada poco después para regresar al Marriott y recoger algo de ropa. Trágicamente, se desató un tiroteo justo afuera del hotel, él recibió un disparo en la cabeza y murió. Otro fotógrafo francés, Patrick Chauvel, también recibió un disparo en el estómago en el mismo incidente, pero sobrevivió. Resultó ser un incidente de fuego amigo entre tropas estadounidenses.

    Antes de morir, Juantxu tomó una foto dentro de la morgue de Ciudad de Panamá que ofrecía una imagen más atroz sobre las bajas civiles que la que daban los informantes del Pentágono. Esa imagen ahora forma parte del archivo gráfico de la invasión.

    Noriega y el nuncio

    Conforme cesaban los combates, la atención se centró en Noriega, quien aún estaba libre. Las Fuerzas Especiales estadounidenses lo buscaban por todas partes. Organicé una cita en Nochebuena para reunirme con Joseph Spiteri, el secretario del embajador del Vaticano. El 'nuncio papal' era el decano del cuerpo diplomático y tenía ojos y oídos en todas partes. Recuerdo que fui caminando al lugar, pues estaba cerca de mi hotel y me sorprendió descubrir que el portón estaba abierto, así que me acerqué a la puerta.

    Después de cierta demora, me dijeron que Spiteri no estaba disponible. Me dieron un mensaje con sus disculpas y añadieron que debía llamarlo por teléfono. Ya de regreso en mi hotel, unos minutos después, encendí la radio de las Fuerzas Armadas estadounidenses y escuché al general Thurman declarar que había recibido noticias de que Noriega se había refugiado en la embajada del Vaticano.


    No es de extrañar que me hubieran rechazado en la puerta, pensé. Descolgué el teléfono y llamé a Spiteri. Cuando respondió, me confirmó la noticia y me dio otro dato vital sobre su jefe, el embajador del Vaticano, monseñor Sebastián Laboa.

    'Abogado del Diablo'

    Laboa, quien era un vasco de San Sebastián, en la costa norte de España, y que se ejercitaba levantando pesas cada mañana, había trabajado previamente en el Vaticano como 'Abogado del Diablo'. No sabía que la popular frase en realidad se originó en la oficina del Vaticano, donde se realiza una especie de juicio para debatir los méritos de los candidatos a la santidad y el reconocimiento de los milagros. El Abogado del Diablo es la persona que sostiene los argumentos contra la canonización de un candidato con el fin de revelar cualquier defecto de carácter o evidencia falsa de intervención divina.

    En otras palabras, Noriega no era rival para Laboa, según Spiteri, quien pronosticó con toda confianza que su jefe desarmaría psicológicamente al dictador en cuestión de pocos días.

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    Fuera de la embajada, se reunió una multitud con camisetas que decían: 'Laboa, suelta la piña', y con una figura de una gran boa constrictora enrollada alrededor de una piña, la fruta que a menudo se usaba para burlarse de la cara de Noriega, marcada por el acné. Las tropas estadounidenses rodearon la embajada con tanques y altavoces que emitían música rock, incluyendo canciones como "I Fought the Law and Law Won" (Me enfrenté a la justicia y la justicia ganó).

    Efectivamente, una semana después, Noriega emergió dócilmente y se rindió a las tropas estadounidenses que lo esperaban afuera. Unos meses después, Laboa me invitó a cenar con Inés Lozano. Se había enterado de que nuestra relación de amistad se había convertido en noviazgo.

    Nos contó algunas historias sobre los días en que tuvo a Noriega como huésped. Contrario a lo que dicen algunos informes, la música rock "no lo había molestado", dijo. Se había puesto tapones en los oídos y la música le había servido para levantar pesas durante su entrenamiento matutino.

    Luego nos explicó por qué había querido vernos. Él se iría a otro puesto pronto. Antes de irse de Panamá, quería que supiéramos que creía que seríamos un buen matrimonio y dijo que esperaba que nos comprometiéramos, preferiblemente allí mismo.

    Como el propio Noriega había descubierto, no se discute con el Abogado del Diablo. Y, de todas formas, tenía razón, así que eso hicimos. Nos casamos un año después, justo a tiempo para que yo pudiera viajar a Miami a cubrir el juicio por narcotráfico de Noriega.

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