"Fui víctima de un ataque de ácido y ahora ayudo a otras mujeres a volver a mirarse al espejo"
BOGOTÁ, Colombia.- En el hospital nunca me dejaron ver al espejo. Después de tres meses, cuando regresé a casa, me levanté sola en medio de la noche y me fui al baño. El impacto fue muy fuerte. Generalmente, a las personas que se queman, les cortan el cabello, pero a mí no me lo habían tocado. Lo primero que hice fue coger unas tijeras grandes y lo corté de raíz. Me lo corté todo. Si no tenía cara, ¿para qué cabello?
Han sido más de 28 cirugías y 70 procedimientos. Entrar a quirófano era despedirme de la familia una y otra vez, no saber qué iba a pasar conmigo y generar una nueva cicatriz en mi cuerpo, porque el cuerpo de una se convierte en el mismo donante de sus heridas: te quitan de una parte y te la ponen en otra: en el cuello, en el rostro, el labio o la mejilla... y si no funciona, queda una cicatriz más, sin aliento y sin sentido. Una cicatriz gratis.
Mi nombre es Gina Potes, soy una de las tantas mujeres sobrevivientes de agresiones con agentes químicos en Colombia. Me gané el primer triste lugar de esa lista hace 20 años y, de alguna manera, fui también la primera en levantarse. El 28 de octubre de 1996, irrumpieron en mi casa: “¿Quién la mandó a ser tan bonita?”, me preguntaron. Me arrojaron una sustancia que me quemó gran parte del rostro, del cuello y del cuerpo.
Tenía 20 años. En ese momento, la vida te da un giro de 180 grados. Tus sueños e ilusiones de siempre quedan en un segundo plano y empiezan las lágrimas, las tristezas, las depresiones, las ganas de no vivir, las culpas, los remordimientos, las preguntas. Hasta que llegas al momento en el que piensas que de alguna manera te lo ganaste. ¿Cómo estaba vestida? ¿Qué estaba haciendo? ¿Cómo me comportaba? ¿Y por qué a mí? ¿Qué hice yo para merecer esto?
Me consideré la mujer más fea del mundo. Despedirse de su propio rostro es un proceso diario. Me veía el mentón pegado al cuello. No podía abrir la boca. El lunar que tenía bajo el labio, tan bonito, ya no estaba. Mis ojos, aunque no fueron afectados, no eran los mismos. Esa mujer que estaba en el espejo no era yo. Para mí no había ya nada en este mundo. Ni Dios.
Una de las primeras guerras en las que entré es la guerra que emprende contra la humanidad entera. Poco a poco, empiezas a generar esa intimidad con el espejo. Para mí, ese objeto ha sido siempre muy importante. En la cartera cargo uno grande, en el que pueda verme el rostro entero porque ese reflejo ha tenido una relevancia central en todo este proceso, aunque me ha generado muchos conflictos: de aceptación, de confrontación, de verraquera... todavía hoy me parece difícil mirarme al espejo.
Todos vivimos en función de lo que reflejamos. Lo que nos identifica ante la familia, ante la sociedad, ante la pareja y ante nosotros mismos es precisamente nuestra imagen. Con el tiempo aprendí a ver que detrás de ese rostro había una esencia, que las cicatrices no te hacen menos mujer.
Y me convertí en una sobreviviente. Aceptarlo no es solamente escuchar que todo va a estar bien. Es decidir hacer algo diferente para vivir diferente. Mis cicatrices son ahora una herramienta con la que puedo hacer la diferencia. Significan que he pasado por la violencia y son ellas mismas las que hacen que me levante cada mañana y las que me impulsan a luchar por mis derechos como mujer. Por eso llevo 13 años apoyando mujeres.
El detonante ocurrió en 2012, con la agresión de Natalia Valencia, acá en Bogotá. Su historia me impactó mucho porque al agresor lo capturaron al momento y volvieron a dejarlo libre. Fue como una revelación porque me di cuenta de que tampoco pasaría nada con mis propias denuncias. En 20 años llevo casi 20 denuncias y puedo decir que en Colombia hay impunidad en la violencia contra la mujer.
Necesitaba hacer algo para que el gobierno actúe, para que todos se enteren de que no es solo una quemadura, sino que se trata de años de cirugías, de necesidades, de discriminación y de falta de oportunidades. Así nació la Fundación Reconstruyendo Rostros. La violencia en nuestro país y en el mundo entero es generalizada. Es base sobre la que se ha construido nuestra sociedad y ya nos acostumbramos al paisaje de la violencia. Y la violencia no es solo física. Está en todas partes. Son golpes, insultos y discriminación. La violencia puede ser una simple mirada.
En el año 1996, cuando denuncié por primera vez, me di cuenta de que nadie sabía que estos casos existían, pero había más sobrevivientes y ellas mismas fueron apareciendo solas, como si la vida nos hubiera unido para renacer de la tragedia. Es ahí, en comunidad, donde entiendes que la pregunta no es "por qué", no es un "por qué a mí", sino un "para qué, ¿para qué lo hacen?".
El 87% de las víctimas somos mujeres y el 90% de los agresores son hombres. Hombres de nuestros grupos familiares, los padres de nuestros hijos, nuestros esposos, nuestros compañeros. Ellos son, ¿por qué? (Gina no quiere hablar de su agresor).
Cuando nos juntamos, es como si volviéramos a estar sentadas frente a un espejo. Y empezamos a pensar que si ella se ve bella, por qué yo no me voy a ver bella también con mis cicatrices, es que si ella puede, por qué yo no voy a poder. Desde una sonrisa, sentarse a escucharla y que sientan que alguien las entiende porque también lo vivió, desde ahí salimos adelante.
Es recíproco porque todas somos un universo diferente y unas tienen algo que le hace falta a otra, una fuerza de la que yo misma puedo carecer. Nos retroalimentamos de ternura y alegría, de lágrimas y la tristeza. Y así es como el concepto de belleza ha ido cambiando. Hace 20 años pensaba que la belleza era la que me iba a dar todo en la vida. Que si no era bella, no era nadie. Hoy, me miro y veo a una mujer totalmente bella, activa, alguien importante, una madre, una hermana, una hija, una amiga, una líder que puede hacer algo. Una mujer capaz de sonreír.
Y con toda esta historia de mi vida es con la que he construido, a fin de cuentas, una familia. La violencia les ha marcado a todos porque es imposible decir que no les afectó cuando crecieron al lado de una mamá triste, que no se quería levantar de la cama y les infundió miedo, mucho miedo de salir a la calle y de los demás. Una mamá que les decía que las personas son malas. Pero también mis hijos han entendido que sí se puede, que aunque la violencia es inevitable, la vida continúa y que cada día es una nueva oportunidad.
Es fácil decir que estamos bien y felices, pero una no deja de quebrarse. Todavía siento que la mejor manera que tienen mi cuerpo y mi alma de sanarse es a través de las lágrimas. Las mujeres vienen acá y muy a menudo lloramos. Simple y sencillamente lloramos mucho. Nos cogemos de las manos y lloramos, lloramos y lloramos... y cuando ya terminamos de llorar... creo que una nunca terminará de llorar... a veces, estoy en reuniones y mis ojos lloran solos.
Lo más difícil es levantarte del suelo tantas veces, pero logramos compartir y sonreír. Lo que no voy a negar es que lo intentamos todos los días.
Entrevista y edición de texto: Alba Tobella Mayans