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¿Quiénes son los corruptos entre nosotros?

"Quisiera aclarar que no existe una proclividad nacional o cultural a la corrupción. Los niños daneses no son genéticamente más propensos a un comportamiento público correcto que los niños y niñas haitianos. La corrupción es un comportamiento aprendido, y lo que se puede aprender se puede olvidar". (Read this column in English)
Opinión
Fue Embajador de Estados Unidos en Panamá y es analista político de Univision.
2022-05-23T14:19:32-04:00
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"La corrupción pública ha sido durante mucho tiempo un triste elemento básico de la mayoría de las clases políticas y económicas latinas". Crédito: CRIS BOURONCLE/AFP/Getty

El covid introdujo en el mundo el término y la práctica del distanciamiento social. Para todos, excepto para los más introvertidos de nosotros, se convirtió en un odioso ejercicio de solidaridad pública, necesario para aplanar las curvas de transmisión y permitir que las vacunas les devolvieran lentamente a las sociedades cierta apariencia del estilo de vida comunitario que la mayoría de la gente tanto extraña.

Habiendo experimentado ahora el dolor y la frustración reales del distanciamiento y el aislamiento social, las sociedades latinoamericanas deberían quizás considerar la perversa utilidad que esta práctica podría tener en la lucha contra la corrupción pública, especialmente entre las pequeñas élites autorreferenciadas de la región.

La corrupción pública ha sido durante mucho tiempo un triste elemento básico de la mayoría de las clases políticas y económicas latinas y uno de los grandes lastres del desarrollo latinoamericano. Es notablemente tenaz y difícil de erradicar. En las últimas décadas, grupos como Transparencia Internacional han utilizado irablemente la lógica de poder blando de "nombrar y avergonzar" para señalar la lacra de la corrupción mediante las calificaciones anuales de los países.

El gobierno y las agencias de desarrollo de donantes y los bancos multilaterales de desarrollo han impuesto acertadamente estrictos criterios anticorrupción a los beneficiarios de la ayuda. No obstante, no es suficiente. La tentación de unos pocos de aprovecharse de los recursos públicos y privar a los muchos de carreteras, clínicas, escuelas, a la banda ancha y educación — todos ellos víctimas constantes de la corrupción pública en las Américas — parece tan arraigada en el hombre como lo ha estado siempre.

Quisiera aclarar que no existe una proclividad nacional o cultural a la corrupción. Los niños daneses no son genéticamente más propensos a un comportamiento público correcto que los niños y niñas haitianos. La corrupción es un comportamiento aprendido, y lo que se puede aprender se puede olvidar. Hay que olvidar la corrupción como práctica de facto de los funcionarios para que los ciudadanos se beneficien plenamente de los bienes y servicios que deben ofrecer los gobiernos democráticos.

Todo ello nos lleva de nuevo al distanciamiento social. Cuando un desprestigiado expresidente como Ricardo Martinelli, de quien los leales de su partido dicen: "¡Claro que robó, pero logró cosas!", es el principal precandidato para la contienda presidencial de 2024, se sabe que existe una vergonzosa tolerancia social hacia la corrupción pública. Por lo tanto, no debería ser una sorpresa, pero no deja de ser decepcionante, que Ricardo Martinelli y los de su familia que no están en las cárceles estadounidenses, se paseen por los restaurantes y clubes de la ciudad de Panamá con relativa impunidad social. Pero, ¿y si no fuera así? ¿Y si en todas partes a donde fuera la gente le diera la espalda en silencio, se negara a atenderlo a él o a su cohorte, le pidiera que abandonara el concierto o lo excluyera de las bodas, los funerales u otras reuniones sociales de la clase adinerada de Panamá?

En algunos casos, los exlíderes corruptos se ven obligados a huir del largo brazo de la ley una vez que se levanta la inmunidad presidencial cuando abandonan el cargo. El mexicano Enrique Peña vive actualmente en España con sus millones robados, tras un presunto acuerdo con el actual presidente para mantenerse alejado de la escena del crimen. Uno de los cómplices ladrones de Peña Nieto, Emilio Lozoya, ex director de Pemex, se encuentra actualmente en una cárcel mexicana tras su extradición desde España por cargos de corrupción. Será el chivo expiatorio de Peña Nieto, pero muchos más cenan en los restaurantes de lujo de Polanco con dinero robado.

El salvadoreño Mauricio Funes escapó de los cargos de enriquecimiento ilícito en 2016 y actualmente reside en Nicaragua, donde la realeza reinante de los cleptócratas centroamericanos, Daniel Ortega y Rosario Murillo, le ofrecieron un asilo tranquilo, presumiblemente por una tajada del dinero que les robó a los salvadoreños comunes y corrientes.

Es cierto que algunos exfuncionarios corruptos son acusados y sometidos a juicios, lo cual es bueno. Además del mexicano Lozoya, el expresidente guatemalteco Otto Pérez Molina y el salvadoreño Tony Saca están actualmente bajo la custodia del Estado por haberse robado millones. El brasileño Lula fue absuelto recientemente de los cargos de corrupción, pero pasó un tiempo en la cárcel por el escándalo de Odebrecht, que llevó la corrupción pública a un nivel de refinado virtuosismo hemisférico. El caso se está apelando.

Pero demasiados funcionarios menores de gabinete, alcaldes, gobernadores y otros que no alcanzan el nivel de titulares nacionales o internacionales cumplen sus mandatos, abandonan el cargo y vuelven a sus casas sospechosamente más grandes, a sus coches y yates de lujo y a sus onerosas vacaciones. Las esposas suelen llevar bolsos Louis Vuitton del tamaño de un paracaídas y los hijos llevan relojes que obligarían a un hombre honrado a obtener una hipoteca. Estas criaturas corruptas siguen apareciendo en los palcos de los partidos de fútbol, se pasean por las pistas de baile en las fiestas de quinceañeras de sus hijas y siguen apareciendo en las páginas de las revistas de sociedad locales como si hubieran ganado honestamente el dinero que se robaron.

¿Y si se les negara mediante la simple presión social toda la diversión de estas salidas sociales? Protestas silenciosas o ruidosas para el ex alcalde que se robó los fondos de educación en lugar del lugar de honor en la fiesta del santo patrono de la ciudad. Dejar en visto en las redes sociales al gobernador que amañó la recaudación de la lotería estatal y se llevó una mordida del 15% para él y sus compinches. ¿O qué tal una exclusión mordaz de un desfile anual de moda benéfica para la exprimera dama cuyo marido amañó contratos petroleros y puso el dinero — libre de impuestos — en un fideicomiso offshore en Dakota del Sur?

Este distanciamiento social, además de excluir a los actores corruptos infecciosos de los círculos de la élite, serviría como un poderoso momento de enseñanza para la juventud de la región. La vergüenza social y el rechazo público no pueden ser legislados ni regulados por parte de los gobiernos, pero sí podrían ser, al igual que las clasificaciones de Transparencia Internacional, un indicador útil de una sociedad sana o enferma, dependiendo de a cuántas bodas y otras celebraciones sigan asistiendo los corruptos con displicente impunidad.

A medida que el covid se desvanece y volvemos a relacionarnos con nuestros amigos y comunidades, hay algunos que no deberían ser bienvenidos. Son los corruptos entre nosotros.

Nota: La presente pieza fue seleccionada para publicación en nuestra sección de opinión como una contribución al debate público. La(s) visión(es) expresadas allí pertenecen exclusivamente a su(s) autor(es) y/o a la(s) organización(es) que representan. Este contenido no representa la visión de Univision Noticias o la de su línea editorial.


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