Cómo internet revivió las plazas de Cuba
Aldo Linares se mueve de aquí para allá y de allá para acá, sigiloso. Ha pedido que se respete su identidad, y por eso lo llamaremos así: Aldo Linares. Todo ocurre en el parque Fe del Valle, en La Habana, bajo un sol de verano que raja las piedras.
Este hombre vende, ilegalmente, tarjetas Nauta, el servicio que ofrece Etecsa –la única compañía de telecomunicaciones de Cuba– para conectarse a Internet. Compra las tarjetas de una hora a Etecsa por el precio de 2CUC (poco más de 2 dólares), y las revende a 3CUC.
Está en el parque Fe del Valle, pero podría moverse hasta La Rampa, hasta la calle 23 y Malecón, o a otros parques y sitios con servicio WiFi en la ciudad, todos a más de una decena de cuadras de distancia. Hace un año, el gobierno cubano accedió a situar los primeros 35 puntos de zonas WiFi en todo el país (actualmente suman 85), en lugares como éstos.
Ha ocurrido de todo desde entonces: ancianos ochenteros que los nietos llevan al parque para que vean, en una pequeña pantalla móvil, a sus otros nietos en Estados Unidos; familias completas que se van a un parque con un pastel (o “cake”, como dicen los cubanos) a celebrar el cumpleaños de un hijo exiliado; novios que se sacan la lengua unos a otros y se dicen ‘mi amor, no demores, ven pronto’. Hasta existe el rumor de que alguien, en octubre pasado, derribó un monumento a la patria luego de subirse a este buscando la señal de WiFi. El supuesto culpable fue arrestado y acusado de desacato y falta de honor a los símbolos patrios.
Pero, más allá de las historias, hay algo cierto: las plazas públicas en Cuba, los parques municipales, eran sitios muertos antes de la llegada de internet. La gente va ahora a los parques a conectarse, pero cuando se les acaba la cuenta –incluso cuando no tienen dinero para comprar la tarjeta o no quieren hacerlo– ellos se quedan, porque ya se han convertido en lugares de encuentros, lugares de convergencia social.
Mientras tanto, Aldo se quita la gorra y las enseña. Lleva escondido, allí dentro, un manojo de tarjetas Nauta. Es su negocio desde que se instalaron estos puntos de internet. Pero esto tiene sus riesgos: “si te cogen vendiendo estas tarjetas puedes estar hasta tres meses preso en la cárcel, o pueden ponerte una multa de 1,500 pesos cubanos y aquí la gente no gana como para eso”.
El salario promedio de un cubano es de aproximadamente 400 pesos, lo que equivale a poco más de 15 dólares. Aldo llega al parque con sus tarjetas escondidas y llama cautelosamente a las personas. “Pss, pss, pss”, les dice, y luego se acerca y les ofrece su producto.
Aldo estudió Contabilidad, pero ahora, según él, no consigue trabajo y por eso vende tarjetas. No obstante, no quiere hacerlo más. La policía lo persigue, dice. “Pero tengo una familia, y por eso hago estos negocios”, agrega y se lleva la gorra a la cabeza.
“Aquí vienen alrededor de 500 personas al día”, cuenta. “La gente se va y vienen otras, algunos ya traen su tarjeta, otros la compran aquí. A veces vendemos diez, o más, otros días menos. Pero la WiFi es lo mejor que se ha inventado. La gente viene a ver a la familia que hace años no ve, lloran, es duro”.
Aldo ha visto ya, desde hace meses, mucha gente llorar frente a sus dispositivos portátiles. Porque, a la larga, el drama de Cuba sigue siendo el mismo, volcado ahora a la internet: la emigración.
Antes la gente se enviaba extensas y sentidas cartas de amor, de madres a las que se le fueron los hijos, de hijos a los que se les fueron otros hijos, de parejas bifurcadas. El dilema de las comunicaciones en el país ha cargado con el dilema migratorio: la gente, antes que todo, quiere saber cómo están los que se marcharon. Si están, por ejemplo, un poco más viejos.
Una conexión emocional
Hay también en el parque Fe del Valle dos mujeres, sentadas en bancos distintos. Talía Ortiz, de 18 años, y Concepción Pirez, de 64. Hace tres semanas ninguna de las dos sabía lo que era internet. Una tiene 18 años y la otra, 64. Hace tres semanas la primera pudo ver a su novio, que vive en Turquía. Y hace tres semanas la segunda pudo ver, luego de once años, a su hija que vive en Miami. “Ella estaba lavando y de pronto me vio en su casa de Miami, yo me puse muy nerviosa. Qué lindo, ¿eh?”, dice, notablemente alegre, Concepción Pirez.
Mucha gente en Cuba empieza a codearse ahora con la internet. Un poco tarde, quizás demasiado: la primera conexión en la isla se realizó en 1996 y la primera computadora fue legalizada en 2007. Pero acá no hay tiendas de Apple, Samsung o Blackberry.
Mientras en otros países se nace y tu rostros ya está en las redes sociales, el cubano está conociendo internet no con 18, sino con 64 años, o más. Y hay quien aún no lo conoce, ni le dará tiempo ya. Porque, a la larga, la internet en Cuba hoy es un eufemismo.
Primero, es un tema de costos. Unas pocas horas de conexión pueden ser muy caras. Amalia González, de 45 años, gasta a la semana 9 CUC para hablar con su hermano. Amalia y la mayoría de los cubanos utilizan la aplicación IMO para realizar videollamadas con sus familiares y amigos, pues el servicio de Skype en la isla está bloqueado, así como otras páginas como Spotify y Paypal, entre otras.
Amalia dice, sin embargo, que le “gustaría que la gente se pudiera conectar como quisiera, expresar como quisiera, ver lo que quisiera, si la gente viajara más a otros países, y conociera más, se fuera menos de Cuba, emigrara menos, el país tiene mucha seguridad social”.
La internet en Cuba: una insinuación
La Habana de 2016 no es, en varios sentidos, La Habana de hace tres años. Cuando Barack Obama visitó la ciudad en marzo, ya se habló del acuerdo con Google para “empezar a establecer más WiFi y de banda ancha”. Sin embargo, la desconexión todavía es un problema, como lo fue para las mediáticas hermanas Kardashian, quienes, según medios, se marcharon molestas de la isla porque apenas las conocían y porque no había la suficiente conexión para subir sus fotos a Instagram.
Aldo Linares, el vendedor de tarjetas de internet en las plazas, también ve esta brecha. Dice que los turistas son los que menos tarjetas le compran: ven los precios de la demasiado altos en comparación con sus respectivos países. Les desagrada, además, la lentitud de la conexión.
Mientras tanto, las personas en las plazas se ven a cualquier hora del día, intentando acceder a la red. La ciudad cambia, pero sigue siendo la misma. Como siempre, es La Habana de balcones viejos y colgantes; La Habana del difícil transporte público; La Habana, en este caso, de los conectados que no se conectan tanto.