Terremoto en México: la vida sobre un lago, en una zona sísmica, junto a un volcán

Hay muchos adjetivos para describir la vida en la Ciudad de México, pero ninguno de ellos es “normal”. Mucho menos en tiempos de pandemia. Ni de récords de violencia. Ni de tormentas con truenos, que inundan la metrópoli cada año. Ni de la contaminación del aire, un sombrero gris perenne en este lugar. Los chilangos nos jactamos de que la capital mexicana no es un deporte para principiantes. Y también nos jactamos de que el miedo no nos hace temblar. Hasta que tiembla.
Comenzó hacia las 10.30 de la mañana. La tierra se sacude. Saca de la cama, sorprende en la ducha, tira lámparas y aparatos, asusta a las mascotas y entonces sí: temblamos.
En tiempos de trabajar en casa, porque la pandemia así lo exige, repetí el protocolo que aprendí desde niña. Reviso que no haya fugas de gas. E inmediatamente miro al teléfono, el de casa y el móvil. No hay electricidad. No hay datos. No hay módem. La primera necesidad es salir. Sabía a dónde. El mismo parque al que había ido dos años antes, en 2017. Porque “ahí sí hay señal”. Verifico que la pequeña radio de baterías que tengo en casa funcione. Si hay suficiente agua. Hábitos que para algunos parecerían extraños, pero para cualquiera que haya vivido aquí son naturales.
En los minutos posteriores al temblor, intento enviar mensajes. Escribo un tuit, pero no alcanzó a enviarse. Nada. No hay wifi. Las líneas están colapsadas. La comunicación, tan poderosa (y más en estos tiempos), se vuelve frágil. Habían pasado ya 10 minutos y no había podido ni llamar a mi madre.
Porque, en caso de terremoto, en esta ciudad, sabemos que eso es lo primero.
Llamar. Avisar. Decirlo, escribirlo: "Estoy bien. Todos bien".
Llegué al parque. Sí, como en 2017, ahí había señal. Y avisé. "Todos bien".
El águila, la serpiente, el lago y el volcán
Los niños mexicanos aprendemos que el pueblo azteca era nómada, y que recorrieron buena parte de lo que hoy es México buscando un símbolo que les indicaría el sitio para establecerse. Los dioses habían señalado que lo reconocerían cuando hallaran un águila devorando una serpiente sobre un nopal.
La encontraron. Posada en un islote, en medio del lago de Texcoco. A unos kilómetros del volcán Popocatépetl. Y así fue como los aztecas fundaron ahí la capital del que se convertiría en uno de los imperios más poderosos de su época. Así nació México-Tenochtitlan.
En Tenochtitlan, de acuerdo con la Nueva Historia Mínima de México (Colegio de México, 2004), había poesía y organización política. Mercados, que por aquí llamamos tianguis por su origen náhuatl: tianquiztli. Pero, sobre todo, academias de guerreros que consolidaron a un poderoso imperio. Una metrópoli que, en la época, tuvo una población de hasta 300,000 habitantes, una cifra similar a la de Constantinopla.
Pero paremos un momento para analizar lo que inició todo esto: la señal.
Un águila, sí, posada en un nopal (una planta espinosa), devorando una serpiente, un animal venenoso. Y el sitio elegido para fundar el Imperio estaba en medio de lo que fue un lago, en una zona sísmica y al lado de un volcán activo.
Quizá el águila no tenía las mejores intenciones con los aztecas y aquello se malinterpretó.
Cuando tiembla
No hace falta haber nacido en esta ciudad para llamarse chilango. Lo importante es sobrevivirla, con su contaminación, su tráfico, su caos, su ruido, su delincuencia, su desorden, sus tormentas, las cenizas del volcán y sus temblores. “¿Por qué les gusta el DF?”, nos preguntan mexicanos de otras ciudades. Y, como el amor intenso, la puedes detestar un día (o varias veces en un día), pero sabes que harías lo imposible por ella.
Lo primero, y a lo que vamos: un terremoto es el bautizo para quien decide vivir en esta ciudad. Si usted decide mudarse a este lugar, prepárese. Tarde o temprano llegará. Sale el sol. Anochece. Llueve. Hace frío. Hace calor. Y tiembla. Eso es así.
Los que éramos niños el 19 de septiembre de 1985, cuando un terremoto de 8,1 escala Richter devastó nuestra ciudad y dejó decenas de miles de muertos (el gobierno mexicano nunca informó de la cifra exacta), tenemos el recuerdo borroso que ahora nos hace reaccionar en automático cuando tiembla. Por instinto, me atrevería a decir.
El terremoto de 85 hizo que aprendiéramos, a golpes de tierra, la importancia de los
simulacros y qué hacer para protegernos: desde esconderse bajo una mesa cuidando la nuca con las manos hasta organizarse entre familias para reaccionar. Quién lleva las llaves, quién se encarga de los niños, cómo evitar fugas de gas. Tener una radio de baterías, porque es probable que pasemos horas incomunicados mientras el resto del mundo mira lo que ha pasado, y algunas velas por si cae la noche y no ha vuelto la luz.
Llamar a nuestros amigos y seres queridos, y asegurarnos de que están bien.
De 1985 recuerdo las voces quebradas de reporteros en la radio de baterías que había en mi casa. Después me contaron de las brigadas de estudiantes, obreros, funcionarios, empresarios. El relato de cómo una ciudad ignoró a las autoridades (cuya indicación había sido que nadie saliera de casa) e hizo lo contrario: salió a la calle. Porque alguien tenía que ayudar. Muchas de esas crónicas, recopiladas en No sin nosotros, de Carlos Monsiváis (Ediciones ERA, 1985-2005), causan profunda tristeza, pero también esperanza, a veces risa e incluso orgullo.
Desde entonces lo aprendimos.
No sin nosotros.
Pasó de nuevo en 2017, cuando también un 19 de septiembre nos dio otro golpe el mismo día del aniversario que el de 1985. Una cruel casualidad, todavía muy dolorosa.
Y entonces lo vi, ahora adulta. Esos relatos que había escuchado de niña. En periódicos desperdigados, algún libro abandonado. Cada 19 de septiembre, en que guardábamos luto por esa tragedia. Los recuerdos de una noche iluminada con velas junto a mis padres, que como centenares de miles en la Ciudad de México pasaron informados por una radio de baterías, pidiendo que la tragedia no nos hubiese herido tanto, volvieron de golpe.
Sobre todo, el recuerdo de esa organización espectacular, inesperada en un pueblo como el mexicano. O al menos inesperada para nosotros. Muchos de mis amigos, familiares, conocidos, mexicanos o no mexicanos, en la Ciudad de México o no, hicieron lo imposible para hacer lo mismo en 2017. Yo solo puedo sentir un profundo orgullo por una valentía de esas que no ganan medallas, pero sí lazos que nunca se rompen.
El dolor de la tragedia impuso un protocolo que seguimos al detalle. No generalizaré: no podría decir que todos reaccionamos así. Pero sí bastantes. O, mejor dicho, los suficientes.
Como si la tierra te golpeara
Siempre, la frase: “¿Todos bien?”.
Es lo más importante. Lo primero.
Llamar después de asegurarnos que estamos fuera de casa, o que ya pasó lo peor. Que no hay una fuga de gas o riesgo de un derrumbe. Que todos los que están contigo han conseguido salir. Que nadie que sufra de alguna condición médica está pasando un malestar de más, por el susto.
Una vez me preguntaron cómo se sentía un terremoto. “Se siente como si la tierra te golpeara”, respondí.
Entonces la Ciudad de México, que José Emilio Pacheco describió en "Alta Traición" como “monstruosa, gris, inexpugnable”, reacciona como el boxeador al que le han acomodado un gran golpe, pero no tan fuerte como para noquearlo.
Cuando vuelve la señal, encontramos decenas de mensajes de amigos, familiares, compañeros de trabajo. Todos con la misma pregunta. “¿Todo bien?”. “¿Todos bien?”.
Y si no están todos bien, lo que sigue, por instinto -y por obligación chilanga, diría yo-, es ayudar. Si ha caído un edificio, si alguien no tiene dónde quedarse, si una familia con un bebé no tiene cómo calentar la leche, si alguien necesita un colchón extra, una manta, una herramienta. Lo que sea.
Decía Jorge Ibargüengoitia que el único sitio en el que todos los mexicanos somos iguales es la fila de los tacos. (Lo cual, por cierto, es totalmente cierto).
Me atrevería a añadir que el otro sitio en que todos somos iguales es después de un temblor. El 23 de junio, hasta ahora, ha habido daño, pero afortunadamente el golpe no nos hirió tanto. Además: estamos en pandemia. Un reportero nervioso decía, minutos después del terremoto, que en el norte de la Ciudad de México “no se había respetado la distancia social” al evacuar los edificios. Los que estábamos reunidos alrededor de una radio de baterías nos echamos a reír.
Alex Orozco, un ingeniero de Barcelona que ha adoptado a esta ciudad como la suya, la describió con el amor de quien elige a este monstruo (nuestro monstruo) como su hogar. “Vivo en una ciudad en la que sé que si el techo me cae encima, desconocidos harán lo imposible para sacarme de ahí”.
Desconocidos y ciudadanos, subrayo.
Y ese es el principal recuerdo cuando tiembla. Sí. Vivimos en lo que fue un lago, en una zona sísmica, al lado de un volcán. Monsiváis citó una frase de F. Scott Fitzgerald en una de sus crónicas sobre el terremoto de 1985 para intentar explicar el porqué del impulso (que algunos llamarían necedad) de vivir -o sobrevivir- aquí: “La verdadera prueba de una inteligencia superior es conservar simultáneamente dos ideas opuestas, y seguir funcionando. itir, por ejemplo, que las cosas no tienen remedio y mantenerse, aun así, decidido a cambiarlas”.
Y, dentro de lo que se puede decir en medio de una pandemia, una espiral de violencia y ahora, un nuevo terremoto... por ahora, seguimos preguntando. "¿Todos bien?".
No, no siempre estamos todos bien.
Pero algo tenemos claro: tiembla la tierra. Pero no temblamos nosotros.